sábado, 14 de junio de 2008

Ni un paso en toda su vida ©


           Caepio asomó la cabeza por la angosta ventana, como cada día al despuntar el alba.
           – ¡Arriba dormilón! ¡Es hora de trabajar!
           Pero para Bucco, un nuevo día, no era muy diferente a un nuevo suplicio. Así que haciendo palanca con el codo, movió todo el cuerpo hasta colocarse de lado, dando la espalda al risueño vendedor de cebollas.
           – Sabes que no te tengo compasión. Te tiraré de la cama si es necesario.
           Bucco suspiró ¿Es que no podía dejarle en paz?
           – ¡Déjame morir! Además ¡Apestas!
           Caepio se acercó la manga a la nariz, y comenzó a estornudar repetidamente.
           – No sé que es más patético, un tullido como yo, o un vendedor de cebollas al que le dan alergia las cebollas – Bucco habló, volviendo con esfuerzo a su posición anterior.
           Caepio que luchaba por no volver a estornudar, soltó una carcajada que, mezclada con el estornudo, produjo un sonido extrañísimo.
           A su vez, y agarrándose a unos nudos de soga que tenía sobre él, Bucco se incorporó a medio cuerpo sobre el catre. Necesitaría unos segundos más para mover aquellos miembros sin vida, quedando en una posición cómoda.
           – Espera que te ayudo – Caepio se ofreció dejando la ventana.
           Pero Bucco no quería ayuda. Llevaba demasiados años en aquella condición, toda la vida para ser más concretos, y poder salir de la cama era uno de los pocos vestigios de dignidad que le quedaban.
           Cuando Caepio llegó, Bucco se encontraba sentado en el borde de la cama, con los pies sobre el suelo.
           – Mírate, pareces… – calló arrepintiéndose de lo que iba a decir.
           – ¿Normal?
           Caepio se mordió el labio inferior. Ofender a su amigo era lo último que querría.
           – Disculpa, yo no quise…
           – No te preocupes. Lo cierto es que sí que lo parezco.
           Bucco mostró una sonrisa triste, quitando hierro al asunto. Desde hacía mucho aquel era su único amigo, y los amigos se lo perdonan todo.
           – Vístete, comeremos algo por el camino. ¡Verás como Abundantia nos regala un día prospero!
           Bucco suspiró. Tiempo ha que ya no creía en los dioses, pero en una ciudad como Listra, si había algo peor que ser un tullido, era ser un sin creencia. Y con una tara le bastaba, y le sobraba. Así que sonrió como si coincidiese en aquel augurio.
           Habituados, Bucco se colocó con agilidad sobre su particular medio de transporte, una tabla que con cuatro tubos de madera, parecía acercarse a una suerte de carro en miniatura, y permitió que Caepio lo empujara.
           Todos los días la misma rutina. Caepio lo despertaba, él se montaba en aquel extraño artilugio y juntos, se procuraban el sustento de la única forma que la vida les había permitido. Bucco ejerciendo la mendicidad, y su joven amigo, ofreciendo en venta aquellas famosas cebollas de Listra, que no solo eran muy sabrosas en la alimentación, sino que servían como excelente remedio para diferentes males y dolencias.
           De camino a las concurridas calles centrales, donde los templos congregaban tanto como los aforos, y se hacía posible que los amigos sacasen una cantidad razonable de stipendium, Bucco observaba con envidia todo el movimiento que se generaba en aquella pequeña ciudad. Suspiró mientras pensaba en cuanto se podía echar de menos algo que nunca se había tenido; Los juegos infantiles, una compañera, el amor de unos padres orgullosos… todo por no haber sido capaz de dar un paso en toda su vida.
           – ¿Estarás bien?
           Caepio pretendió asegurarse, antes de dejarlo sólo en el lugar elegido para ese día. Se conocían desde siempre, y seguramente era la única persona en aquel injusto mundo, al que no le importaba su discapacidad.
           – Seguro. Ve a vender tus apestosas cebollas – farfulló de mala manera.
           Y así quedó una vez más desamparado, en medio de un gentío que lo ignoraba, mientras Caepio se alejaba gritando a viva voz:
           – ¡Cebollas! ¡Las mejores cebollas de Licaonia! ¡Cebollas, hermosas! ¡Vendo Cebollas!
           Bucco respiró hondamente, y usando sus puños en forma de pala, movió el carrillo hasta un lateral de la plaza.
           Desde hacía semanas las limosnas habían descendido, y si ese día no tenía una buena ganancia, ya no sabría que más hacer. ¡Y de seguro que no sería capaz de soportar otra sopa de cebolla más!
            – ¡Unas monedas por compasión! – gritó cuando alguien pasó por su vera.
           Pero el hombre lo ignoró como si hubiese oído el viento.
           – ¡Que la Bona Dea, las recompense con muchos hijos por su generosidad! – provocó a unas mujeres que pasaban entre risas.
           Pero nadie mostró la más mínima compasión por el tullido de Listra, mientras éste se desgañitaba por unas monedas.
             ¿Por qué me castigas? – gritó dirigiéndose a las puertas del templo que representaba al dios padre de todos los dioses –. ¿No te has reído lo suficiente de mí?
           Bucco levantó los puños en medio de los improperios, sin importarle que aquellos que pasaban por allí lo miraran extrañados. Ya lo hacían siempre.
           – ¿Por qué no permitiste mi muerte al nacer? ¿Es que el oscuro Hades te debía algo?
           A cada palabra que soltaba, Bucco sentía cómo el ardor que provocaba aquella rabia contenida desde hacía tanto, le quemaba el interior, mientras las lágrimas comenzaban a florecer sin remedio.
           – ¿Hasta cuándo? – gritó más alto.
           Pero era incapaz de expresar con palabras todo el odio que parecía emerger. Bucco tomó el cuenco de madera que usaba para las monedas, y levantándolo tan alto que pareciere que se pondría de pie, lo lanzó con todas las fuerzas que aquella irritación le acababa de otorgar.
           Suerte que nadie pasaba por delante, porque aquello le hubiera causado un gran disgusto al frustrado Bucco.
           Se secó las lágrimas con la manga, y mostrando una mísera sonrisa a quiénes aun lo miraban sorprendido, se dirigió al lugar dónde habría acabado el pobre cuenco de madera que no tenía culpa de nada.
           Poco le importaba que a cada impulso de puños, sintiera pequeñas dagas en los nudillos. Era un bajo precio a pagar por un poco de independencia.
           Al llegar, notó cómo muchos se acercaban a pocos metros, agolpándose entre sí.
           – ¿Qué ocurre buena ciudadana? – preguntó a una mujer que hacía lo posible por asomarse.
           – Otro predicador – la mujer habló sin mirar hacía abajo. Bastante hacía con hablar con aquel desecho.
           – ¿De qué dios o diosa, si se me permite la pregunta?
           Pero la mujer había tenido suficiente, y lo ignoró.
           Bucco a quien siempre le gustó la retórica, sintió curiosidad. Sabía que no sería fácil acercarse, pero si presionaba, quizás la gente le permitiera un hueco lo suficientemente adelantado como para oír con claridad.
           Puño a puño, el impedido avanzó golpeando tobillo tras tobillo con la tabla, lo que le ofreció cierta ventaja, y sin saber cómo se encontró en primera fila.
           El predicador no era un tipo demasiado grande, ni apuesto, pero tenía autoridad en su porte, y le acompañaba alguien que asentía a cada palabra, aunque su rostro denotara cierta preocupación. Sin duda eran judíos, como tantos otros que se movían por la ciudad, sobre todo en tiempos de comercio, pero hablaban de forma diferente.
           – Y el Dios que hizo los cielos y la tierra, aquel que es sin principio ni fin, no estimó hacerse hombre, humillándose hasta muerte de cruz, para ofrecernos vida a nosotros, todos, quienes hasta el conocimiento de su justicia, somos muertos en nuestros delitos y pecados.
           – ¿Pecados? ¿Delitos? – se preguntó Bucco para sí mismo –. Mi único delito fue nacer.
           – ¿Y qué clase de Dios es ese que se deja matar en una cruz? – preguntó alguien con malicia.
           Bucco levantó la cabeza tanto como pudo, pero no logró identificar a quién habló.
           – El Único y Verdadero. Aquel que pudiendo enviarte a la condenación eterna, decidió de propia voluntad sufrir aquel tormento, para que por Su sangre derramada, tú tengas la oportunidad de ser perdonado de todos tus pecados.
           – ¿Qué pecados? – gritó otro desde más lejos.
           Pero el predicador no se achantaba, levantando más la voz.
           – Aquellos que desobedecen los mandamientos de Dios. Honra a tu padre y madre, no mates, no adulteres, no robes, no mientas ni perjures, no codicies el bien de tu prójimo, no tengas otros dioses aparte de Él… y no te hagas ninguna imagen ni ídolo, ni te inclines ante ella, ni le rindas culto, porque solo Él es Dios, y solo Él merece la honra y la gloria.
           Aquellas palabras provocaron cierta algarabía, y todos comenzaron a debatir entre ellos. Sin embargo a Bucco, aquello le llegó a lo más profundo de su ser.
           – «Honrar a sus padres, mentir, robar, codiciar…»
           Y eso solo debía ser la punta, porque un sentimiento de desolación lo atrapó de tal manera, que sintió cómo la boca se le secaba.
           – Y… ¿cuál es… el nombre de ese Dios? – preguntó conmocionado, tan bajo, que no creyó ser oído.
           – Jesucristo – contestó el predicador con una sonrisa de oreja a oreja.
           Bucco se sonrojó, al sentir las miradas sobre su persona. Pero creía.
           Cada parte de su cuerpo, aun las que no tenían vida, le decían que aquello era cierto. Jesucristo de alguna manera era real, y él, el ser más vil en toda la región.
           El predicador levantó una mano, pidiendo la atención de los oyentes, aunque solo fuera por un momento.
           – Sé que estas palabras puedan traer confusión, pues son misterios que solo la fe puede admitir, pero para demostrar que no son palabras vanas, ni simple conocimiento, sino que en Jesucristo está todo el poder, a ti te digo – habló mirando a Bucco – ¡Levántate derecho sobre tus pies!
           Lo que ocurrió a continuación, si no hubiera sido porque lo experimentó en sus propias carnes, Bucco nunca lo hubiera creído.
           Una indescriptible sensación de calor, comenzó a bajar por todo su cuerpo hasta llegar a sus pies, notando un enorme cosquilleo parecido al que sucede cuando se duerme una extremidad. No sabría precisar dónde comenzaba el dolor y dónde terminaba la incomodidad, pero de una forma extraña, sentía vida en sus piernas.
           – ¡Vamos!
           El predicador habló sonriente, y Bucco lo miró asustado.  ¿Aquello era real?
            Pero él sabía que era real. No sabría explicar cómo, ni por queé. Pero en su interior sabía que lo era, y no necesitaba más explicaciones.
            Usó sus manos para moverlas, como hacía para salir de la cama, y al estirar la pierna derecha, sintió cómo ésta se le afirmaba. Luego con la izquierda, ocurriendo lo mismo.
            – ¡Mueve los dedos! – gritó alguien cercano.
            La multitud se acercó agolpándose unos y otros alrededor de Bucco, quién aun se sentía como en un sueño. Finalmente, estiró un brazo hacia arriba pidiendo algo de ayuda, y varios se adelantaron para tirar de él. Cuando lo hicieron, Bucco quedó erguido y apoyado sobre sus piernas, que ante la sorpresa de la multitud soportaban su cuerpo.
            Bucco levantó la mirada, encontrando la cara de asombro de todos los que allí había, antes de volverla a su pies. ¿Cómo era posible?
            Hizo todo el esfuerzo, y sintió cómo la orden de su cerebro producía el efecto deseado, moviendo primero la pierna derecha. Casi se cae al moverse, pero los que estaban junto a él lo sujetaron. ¡No sabía andar! ¡Nunca lo había hecho! Pero aun así, nadie impediría que lo intentara. Nuevamente erguido, movió lentamente la pierna derecha, arrastrándolo por el suelo, luego la izquierda, y ante un silencio sepulcral se adelantó solo un par de metros.
            Aquello era inaudito. Jamás nadie había visto nada igual en aquel lugar. Bucco volvió a levantar la mirada, encontrándose con un Caepio, que con la boca abierta, lo observaba como quién mira a un fantasma.
            – Puedes… andar – habló temeroso de acercarse más.
            Bucco que fue incapaz de contener las lágrimas, buscó al predicador con la mirada.
            – Ha sido Jesucristo, el verdadero Dios – habló convencido, volviendo el rostro a su amigo.
            De repente el tumulto, que aun no había sido capaz de reaccionar, comenzó a gritar y vitorear por el milagro.
            – ¡Son Zeus y Hermes! ¡Los dioses nos visitan!
            Pablo miró a Bernabé con los ojos muy abiertos. ¿Pero es que no se habían enterado de nada?
            Sin embargo, alguien si lo había hecho. Un nuevo discípulo de Jesucristo se alejó lentamente del tumulto, consciente de que su vida había cambiado para siempre.

(Continúa en el Libro de Hechos capítulo 14. La Biblia)

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Este relato lo puedes encontrar en el libro "Los Frutos del Arbol" de ADECE. LOS FRUTOS DEL ÁRBOL - ADECE) 
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